21 diciembre 2010

Reflexión: ¿Seguimos creyendo?

¿Seguimos creyendo?
En el pórtico de una Nueva Navidad.

Robert Spaemann es un renombrado filósofo alemán de fama internacional. En una ocasión, alguien le preguntó si, un intelectual como él, creía realmente que Jesús nació de una virgen, obró milagros, resucitó de la muerte y otorga la vida eterna a los que le siguen. Porque una fe así –le decían- es una fe típicamente infantil. El filósofo, de 83 años, respondió: “Creo, más o menos, lo mismo que creía cuando era niño. La diferencia es que entre mi infancia y los años que ahora tengo, he reflexionado más sobre ello. Al final, la reflexión me ha confirmado siempre en la fe”.

No sé si ahora, al llegar la Navidad, sería oportuno que cada uno de nosotros se preguntara si sigue creyendo las cosas que creyó cuando era niño. Porque en una sociedad como la nuestra, que se considera tan sabia y adulta, corremos el riesgo de que los árboles de nuestros conocimientos y saberes sean tantos y tan corpulentos que nos impidan ver el bosque de la verdad y de la bondad de las cosas.

En este sentido, alguna vez he pensado lo que sucedería si un gran investigador escribiera la biografía de una madre cualquiera. Seguramente haría un libro muy voluminoso. Si, luego, le dijeran al hijo de seis años que escribiera todo lo que sabe de su mamá, lo más probable es que fuera incapaz de escribir lo que cabe en una octavilla. Pero, si a continuación, le preguntáramos a la madre quién de los dos sabe mejor quién es ella de verdad, la respuesta la adivinamos todos. En las cosas de la fe, puede ocurrir algo semejante.

Yo, por ejemplo, he pensado más de una vez si al cabo de los años “comprendo” mejor el misterio de la Eucaristía que cuando hice la Primera Comunión. Es claro que durante mis años de seminario y luego en mi larga vida de sacerdote y obispo he reflexionado, meditado y rezado mucho sobre el tema. Sin embargo, sigo estando donde estaba cuando era niño: necesitando fiarme de la Palabra de Dios, que me dice que lo que ven mis ojos, tocan mis manos y come mi boca no es pan sino el mismo Jesucristo en persona. De ahí que, dando un paso más, concluya: el que más sabe de la Eucaristía no es tanto el que más la ha estudiado sino al que el Espíritu Santo le ha dado “entenderla” mejor.

No se trata, como es fácilmente comprensible, que debamos renunciar a leer, estudiar, reflexionar y meditar sobre los misterios de nuestra fe. Eso, además de una imbecilidad, estaría en contra de las exigencias de la fe y de la razón, que se buscan y necesitan mutuamente. Más aún, lo deseable es que seamos capaces de dar razón de nuestra fe. Pero esto no obsta para que seamos conscientes de que Dios no cabe en nuestra inteligencia, por grande que sea. Como el mar no cabe en un cubo, por desmesurado que sea su volumen. No nos vaya a suceder lo que quería que evitásemos el premio Nobel W. Heisenberg, cuando sentenciaba: “El primer sorbo de la copa de la ciencia vuelve ateo, pero en el fondo de la copa está esperando Dios”.

Cuando celebremos la Nochebuena, antes de ponernos a cenar, leamos el relato del nacimiento de Jesús y, luego, vayamos, con y como los niños, a la Misa del Gallo, cantemos villancicos, adoremos al Niño Dios y dejemos que su sonrisa y su amor inunden nuestra alma. Porque -como escribe el Papa en su libro-entrevista Luz del mundo-, “Jesús quiere de nosotros que creamos en Él. Que nos dejemos conducir por Él. Que vayamos a él. Y que así lleguemos a ser cada vez más semejantes a él y, de ese modo, lleguemos a ser como debemos ser”.

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