03 febrero 2014

Dios es luz (Mt 5,13-16), V Domingo Tiempo Ordinario

5° Semana del Tiempo Ordinario - 9 de febrero de 2014
Jesús comienza el sermón de la montaña con la enseñanza paradojal de las bienaventuranzas. Observamos que las primeras ocho están formuladas en tercera persona: “Dichosos los pobres de espíritu... Dichosos los que lloran... Dichosos los mansos... etc.”. La última, en cambio, se dirige a los oyentes en la segunda persona plural: “Dichosos seréis vosotros cuando os injurien, os persigan y con mentira digan toda suerte de mal contra vosotros por causa mia. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”.

Jesús continúa en segunda persona plural, dirigiendose a su auditorio: “Vosotros sois la sal de la tierra... vosotros sois la luz del mundo”. Estas dos comparaciones dicen lo que los discípulos son; pero, sobre todo, dicen lo que los discípulos de Cristo están llamados a ser. Por medio de estas comparaciones Jesús está encomendando a sus discípulos una misión. Por eso se pone en el caso lamentable de que ellos sean infieles a ella: que la sal se desvirtúe o que la luz se esconda debajo de un recipiente.
Lo peor que puede ocurrir a la sal es perder su sabor y volverse insípida. Esto es lo que ocurre con los cristianos que, debiendo dar testimonio de los valores de Cristo, se dejan seducir por los criterios del mundo y terminan actuando y opinando lo mismo que la masa de los hombres. Ya no ejercen ninguna acción profética; son como la sal que perdió su sabor. Cuando alguien ha caído en este estado, es difícil que se convierta y vuelva a ser fiel a su misión de cristiano. Esto es lo que quiere decir Jesús con su pregunta: “¿Con qué se la salará?”. La respuesta obvia es: “Con nada”, pues nadie echa sal a la sal. Es lo mismo que concluye Jesús: “Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres".
Por su parte, la comparación de los discípulos con la luz tiene grandes implicancias. Es una comparación novedosa y audaz, e impone a los discípulos una inmensa responsabilidad. En el Antiguo Testamento es frecuente atribuir a Dios el ámbito de la luz. En los salmos se decía: “¡Yahveh, Dios mio, qué grande eres! Vestido de esplendor y majestad, rodeado de luz como de un manto” (Sal 104,1-2). Los fieles expresaban su confianza en Dios diciendo: “Yahveh es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?” (Sal 27,1). El profeta Isaías da un paso más y da a Dios ese título: “La Luz de Israel será un fuego y su Santo una llama, que arderá y devorará” (Is 10,17). Este mismo profeta se dirige a Jerusalén, la ciudad santa, diciendole: “¡Arriba, resplandece, que ha llegado tu luz, y la gloria de Yahveh sobre ti ha amanecido! ... El sol no será para ti nunca más luz de día, ni el resplandor de la luna te alumbrará de noche, sino que tendrás a Yahveh por luz eterna” (Is 60,1.19-20). Este desarrollo alcanza su cumbre en el Nuevo Testamento en la expresión clara y explícita de la primera carta de San Juan: “Este es el mensaje que hemos oído de él y que os anunciamos: Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna” (1Jn 1,5).
En este contexto adquieren toda su fuerza profética las palabras del anciano Simeón, quien tomando al Niño Jesús en brazos cuando era presentado al templo, lo llama: "Luz para alumbrar a las naciones..." (Lc 2,32). Esta intuición profética es corroborada por el Prólogo del cuarto Evangelio: “La Palabra era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre; ella estaba viniendo a este mundo” (Jn 1,9). Pero, sobre todo, nos impacta la declaración de Jesús: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas” (Jn 8,12; 12,46). Jesús dice de sí mismo lo mismo que la Escritura dice de Dios, sin diferencia alguna. Y así lo profesamos en el Credo: “Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo de Dios... Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero”.
Ahora podemos comprender el alcance inmenso que tiene la frase que Jesús dirige a sus discípulos en el Sermón del Monte: “Vosotros sois la luz del mundo”. Esto significa que estamos llamados a ser lo mismo que es Jesús y lo mismo que es Dios: luz. Los cristianos somos luz verdadera, pero lo somos por participación. Comenzamos a serlo cuando renacimos a la vida divina en el Bautismo. Por eso el primer nombre que se dio a este sacramento en la Iglesia antigua fue el de “iluminación". El Catecismo de la Iglesia Católica destaca este nombre, citando las palabras de San Justino (+ 165): "'Este baño es llamado iluminación porque el espíritu de quienes reciben esta enseñanza es iluminado...' (S.Justino, Apol. 1,61,12). Habiendo recibido en el Bautismo al Verbo, 'la luz verdadera que ilumina a todo hombre' (Jn 1,9), el bautizado, 'tras haber sido iluminado' (Heb 10,32), se convierte en 'hijo de la luz' (1Tes 5,5), y en 'luz' él mismo (Ef 5,8)” (Catecismo, N. 1216).
Dios es la fuente de toda luz. De esa luz estamos llamados a participar por nuestra incorporación a Cristo. Entonces quedamos habilitados para hacer obras que no podríamos hacer con nuestras propias fuerzas; son las obras de la luz. El cristiano que no hace esas obras es opaco, es "una luz oculta debajo de un recipiente". Jesús nos exhorta, por el contrario: “Brille vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo”. La gloria no se detiene en nosotros, sino que se remite a la fuente de la luz, es decir, a Dios. Él es nuestro Padre que está en el cielo, él es "el Padre de las luces" (Sant 1,17): a él sea todo el honor y la gloria.
+ Felipe Bacarreza Rodríguez

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