21 marzo 2014

Himilías 2- IV Domingo Cuaresma, 30 marzo

1.- LA CEGUERA DEL CORAZÓN
Por Gabriel González del Estal
1.- En este cuarto domingo de cuaresma se nos habla de luz y de tinieblas, de unos ojos que quieren ver y de unos corazones que se empeñan en no ver, de un mirar y juzgar según los ojos de la carne y de un ver y mirar desde el corazón. Dice la sabiduría popular que no hay peor sordo que el que no quiere oír, ni peor ciego que el que no quiere ver. Frecuentemente tendemos a no querer ver lo que no nos interesa ver y a no oír lo que no nos interesa oír. Y así en lugar de caminar por el camino, difícil y recto, de la verdad y del bien, preferimos seguir caminando un día sí y otro también, por el camino más cómodo, pero equivocado, de nuestras continuas mentiras.
Es la táctica del avestruz que esconde sus ojos debajo de sus alas, para no ver el peligro que se le acerca. No es que nuestros ojos del cuerpo no puedan ver, es que nuestro corazón, miedoso y cobarde, no nos deja mirar en la dirección acertada. La peor de las mentiras es aquella con la que tratamos de engañarnos a nosotros mismos. Un corazón sincero y noble busca siempre hacer el bien y quiere estar iluminado por la luz de la verdad, aunque la luz de la verdad ilumine y ponga al descubierto sus miserias más íntimas. Un corazón sincero y humilde le pide siempre al Señor que sea la Luz de Dios –la luz de la verdad y del bien- la que ilumine los senderos de su vida.
2.- El hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón. El Señor había dicho al profeta Samuel que había escogido para rey a uno de los ocho hijos de Jesé, de Belén. Y el profeta Samuel pensaba que el Señor habría escogido, sin duda, para un cargo tan arriesgado y difícil, al más valiente y fuerte ellos. Pero el Señor, que no miraba las apariencias, sino el corazón, había elegido al más pequeño, a David, que en aquel momento, estaba guardando el rebaño. Y el rey David sería después el que fundaría el reino y la estirpe de la que nacería el Mesías salvador del pueblo. Tampoco nosotros debemos juzgar a las personas por las apariencias. La apariencia es siempre algo externo, que se puede improvisar y manipular. Tenemos que mirar el corazón, la bondad o maldad de la persona, su sinceridad, su honradez, su generosidad. A las palabras, como a los vestidos y demás adornos, se los lleva el viento o la moda. Lo más valioso de una persona, en lenguaje bíblico, es el corazón. A un corazón humilde y generoso nunca lo desprecia el Señor.
3.- Toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz. Por eso, San Pablo recomendaba a los Efesios que caminaran siempre como hijos de la luz. Las tinieblas, en terminología paulina, son el reino de la mentira y del mentiroso por excelencia, el Maligno. La luz es el reino de la bondad, de la justicia y de la verdad. ¡Que maravilloso programa de vida para nosotros, los cristianos: buscar siempre la bondad, la justicia y la verdad! Un programa que no podremos nunca realizar con nuestras solas fuerzas. Necesitamos que la gracia de Dios nos ilumine y nos fortalezca, necesitamos que Cristo sea siempre nuestra luz. Vamos a pedirle esto al Señor, que él sea nuestra luz. Así avanzaremos alegres –hoy el domingo laetare (alegraos) —por un verdadero camino de conversión hacia la Pascua.
4.- ¿Nos vas a dar tú lecciones a nosotros? Los fariseos pensaban que el ciego de nacimiento había nacido empecatado de pies a cabeza. La ceguera era un castigo de Dios. No se podía esperar nada bueno de una persona que había nacido ya empecatada desde el vientre de su madre. El corazón fariseo miraba con orgullo y con desprecio a los que creían pecadores, los expulsaban de su sinagoga. No miraban el corazón de las personas, miraban sus apariencias y por sus apariencias los juzgaban. Así es como ellos –los fariseos- se convirtieron en los verdaderos ciegos de la parábola, mientras que el ciego de nacimiento vio con claridad la verdad del Hijo de Dios. Los fariseos no podían ver la verdad del Hijo de Dios porque habían blindado su corazón con la falsa luz de su santidad legal. Nadie podría convencerles de su error, porque se lo impedía la orgullosa ceguera de su corazón. También nosotros, los cristianos, nos comportamos a veces como orgullosos aristócratas del espíritu y de la santidad y miramos con un cierto orgullo y desprecio fariseo a los que no parecen legalmente tan creyentes y tan santos como nosotros. Jesús de Nazaret, el que comía con publicanos y pecadores, no era así.

2.- MÁS HONDO, MÁS ALTO
Por Gustavo Vélez, mxy
“Al pasar, Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y los discípulos preguntaron: ¿Quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego? San Juan, Cáp. 9.
Uno de los estanques próximos al templo de Jerusalén se llamaba Siloé, que significa “El Enviado”. A ella enviaba su caudal la fuente de Guijón y a tal nombre alude san Juan, cuando presenta a Jesús como el Enviado de Dios. Luego de untarle barro en los ojos, el Señor manda a un hombre, ciego de nacimiento, a lavarse en aquella alberca. En otras circunstancias los médicos hubieran tratado aliviarlo con sinapismos de hierbas medicinales. Pero aquí no hubo remedio. Además su familia soportaba un doloroso complejo de culpa. Creían los judíos que cada enfermedad era la consecuencia de un pecado, cuyos efectos se transmitían a los hijos. Jesús quiere borrar tal sinrazón, por lo cual les dice a sus discípulos: “Éste ha nacido ciego, para que se manifieste en él la obra de Dios”.
2.- Unos amigos acompañaron al ciego hasta el estanque. Se lavó allí los ojos y de inmediato pudo ver. ¿Pero quién lo habría curado? Los fariseos lo abordan de inmediato, preocupados por el prestigio de Jesús que iba creciendo día a día. Además, este profeta de Galilea quebranta la ley: Hizo barro con polvo y saliva y ordenó al ciego caminar más allá de lo lícito un sábado. El muchacho no sabe responder quién lo curó. Preguntan a sus padres y ellos se amedrentan. Si se declaran seguidores de Jesús, los echarán de la sinagoga. Entonces se defienden: “Este es nuestro hijo y nació ciego. ¿Quién le ha abierto los ojos? Preguntádselo a él, que ya es mayor”.
3.- Vuelven los fariseos a interrogar al recién curado, urgiéndole que declare a Jesús como un pecador. El muchacho no es tonto y les responde: “Si es un pecador, no lo sé. Sólo sé que yo era ciego y ahora veo.”Entonces los enemigos del Señor rechazan de plano al hombre curado: “Naciste en el pecado ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?”.
Sin embargo, el Maestro vuelve a encontrarse con el joven y le pregunta: “¿Crees tú en el Hijo del hombre?”. Desconcertado, el muchacho replica: “¿Y quién es, Señor, para que crea en él?” Jesús le facilita la respuesta: “Lo estás viendo. Soy yo, el que te está hablando”. De inmediato el antes ciego confiesa su fe en Jesús: “Creo y se postró ante él”.
4.- A las pupilas de aquel hombre, antes sumergido en la sombra, llegaron ese día la luz del sol, el color de los pájaros y las flores, los caprichosos volúmenes de las frutas. Pudo mirar el rostro de sus padres y saber que le amaban de veras. Pero faltaba algo que el Señor quería darle también: La capacidad de mirar más hondo y más alto. Es decir la visión de la fe.
Detrás de tantas maravillas que nos rodean, hay Alguien que nos ama. A quien a veces no hemos descubierto. Por lo cual, estos rompecabezas del universo y de la historia se nos volvieron insolubles. Aquel ciego sanado por Jesús, nos invita a nosotros a decir: Creo, Señor. “Creemos que la clave, el centro, el fin de todo lo humano se hallan en nuestro Maestro”.

3.- SEAMOS LUZ
Por José María Maruri, SJ
1.- Este es un invidente molesto. Es decir, mientras se quedó en su puesto de invidente pasó desapercibido, como debe ser. Pero cuando se le ocurrió empezar a ver, no hace más que crear problemas a los fieles practicantes, a sus propios padres… Bueno, yo creo que él mismo, traído y llevado de interrogatorio a interrogatorio y malamente expulsado de la Sinagoga, empezaría a pensar que en medio de todo no había vivido mal en el anonimato de su invidencia.
Las molestias que este invidente causa a su alrededor no son los de un intelectualoide hinchado de ciencia, que sabe que sabe y cree que cree. Nuestro invidente no sabe nada:“no sé quien es el que me ha curado”. Continúa su camino hacia Dios barruntando que tiene que ser un profeta y que viene de Dios. Y no acaba sabiendo que sabe, sino en un “creo Señor” salido del corazón. Recobró la vista de los ojos y la vista del corazón.
“He venido para que los que no ven vean y los que ven no vean” Porque es tremendo ver, estar cierto, estar firmemente seguro como aquellos fariseos, para los que la ley es la norma suprema que mide todo y enjuicia todo. Y por tanto Jesús que cura a un ciego en sábado no puede venir de Dios. Ante todo la ley, la norma, la costumbre, lo que se ha hecho siempre, aunque en esa trama rígida estrecha muera el corazón, agonice la misericordia y sea crucificado, el mismo Dios que si quiso venir al mundo debió pedirles permiso a ellos, que conocen la Escritura de memoria.
Ciegos con los ojos abiertos, tinieblas incapaces de recibir la luz, no sólo eso… tinieblas que tratarán de ahogar la luz, como dice San Juan. Ve el ciego en su sencillez y no ven los que ven en su soberbia. ¿No seremos nosotros de los que vemos y creemos que creemos?
2.- “Mientras yo estoy en el mundo Yo soy la luz del mundo. Ese “mientras” es un misterio. ¿Es que cuando Jesús nos deje todo va a volver a las tinieblas? ¿Aquellas tinieblas que cubrirán la tierra el Viernes Santo a la muerte del Señor, son barrunto de que con Él se va la luz de este mundo? ¿No hay una lógica conexión entre estas palabras y aquellas otras del Señor: “Vosotros sois la luz del mundo”? Mientras yo esté aquí yo soy la luz, pero cuando yo me vaya seréis vosotros la luz del mundo.
3.- En medio de esta sociedad envuelta en tinieblas de hipocresía y mentira, tinieblas de codicia y drogadicción, tinieblas de corrupción y desenfreno sexual, ahí debemos ser cada uno de nosotros luz. No basta la denuncia, no basta lamentarse, porque más vale encender una cerilla que quejarse de la oscuridad.
--Seamos luz del ciego que tantea las tinieblas buscando un Dios que barrunta, aunque no ve.
--Seamos luz que lleve consuelo a las tristezas del enfermo, del anciano, de la viuda, del moribundo
--Seamos luz que purifique como el sol los ambientes enrarecidos por lo impuro, por la chabacanería sexual, por la denigrante esclavitud de la mujer.
--Seamos luz de esperanza para niños y jóvenes a los que amenaza engullir como monstruo sangriento esa tiniebla luminosa del placer, del dinero sin esfuerzo, del egoísmo brutal, de la mentira por norma.
Nosotros debemos ser luz del mundo mientras estamos en el mundo.

4.- LA LUZ QUE ILUMINA NUESTRA CEGUERA
Por José María Martín OSA
1.- Estar abiertos a la luz de la verdad. Cristo es la luz del mundo. Se trata de la luz verdadera que iluminará el camino de nuestra vida para alcanzar la salvación eterna. Pero cuando los hombres nos empeñamos en ver la “luz” con gafas de madera, o simplemente no la aceptamos por soberbia, a Cristo no le queda otra más que respetar nuestra libertad. Los fariseos vieron al ciego de nacimiento muchas veces antes de que fuese curado, pues si era mendigo lo más seguro es que estuviese a la puerta del templo. Pero, ¿por qué ahora le echan en cara de que es un farsante? ¿Por qué ahora no ven el milagro venido de Dios por ser realizado en sábado? Por soberbia y orgullo…. A nosotros también nos puede dominar la soberbia si no estamos atentos. Podemos ver signos evidentes de la presencia de Dios, de su amor en nuestra vida y no aceptarlos porque somos más ciegos que el ciego de nacimiento. Por eso, hay que estar abiertos a la luz de la verdad que es Cristo y no cegarnos en nuestra soberbia. Aceptar a Cristo, aceptar su amistad y su amor, aceptar la verdad de sus palabras y creer en sus promesas; reconocer que su enseñanza nos conducirá a la felicidad y, finalmente, a la vida eterna.
2.- Ceguera colectiva. En este fragmento podemos apreciar la dimensión colectiva del pecado. En el mundo hay muchos ciegos que, viendo con los ojos, no ven con el corazón. Sean los padres, los fariseos, los vecinos… Ciegos que se niegan a la aceptación de una cosa tan sencilla como que Dios quiera que aquel ciego se cure y vea. Y esa resistencia que podemos llamar el pecado del mundo va más allá del pecado personal. Es esa especie de ceguera que hace que nadie entienda realmente nada en ciertas situaciones. Esa especie de ignorancia existencial que sistemáticamente borra a Dios de nuestro mundo, de nuestra sociedad. Es una especie de influjo colectivo, de maleficio. De estructura que hace que cualquier noticia que sea gozosa, que sea del evangelio, se oculte. Que cualquier noticia que sea macabra se enaltezca. Y vivimos en este ambiente. Y vivimos con ese ruido que hace el Jesús que pasa. Y nos encontramos con ese conjunto de voces: unos que dicen que has pecado, otros que eso no es posible, el otro que te dice: no lo confieses. Y ahí es donde nosotros hemos de confesar como hace el ciego: yo no sé, sólo sé que yo no veía, y que ahora veo. Es confesar nuestra fe. Y liberarnos de la participación del pecado del mundo que consiste en no querer ver la luz. Pidamos que ilumine nuestras tinieblas y las ocasiones en que nos cuesta confesar al Señor: por evitar un disgusto, o ser mejor tolerado, o tener una mayor prestigio. Por no quedar mal. Por miedo. Por necesidad afectiva (a nadie le gusta ser una especie de bicho raro).
3.- Jesús viene a curar nuestra ceguera espiritual. Para los judíos de esa época, e inclusive para mucha gente en la nuestra, la enfermedad nace del pecado. Aquí preguntan, los discípulos a Jesús, “Maestro, ¿quién ha pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego?” (v. 2). Para Jesús esto no es así. La enfermedad es una ocasión que Dios aprovecha para mostrar la obra de Dios entre los seres humanos. En base a esto, Jesús se muestra como la Luz del mundo, que viene a curar no sólo la ceguera física, sino también la espiritual (ver v.41). Jesús sanará a este hombre de su ceguera física de nacimiento, pero también lo sanará de su ceguera espiritual, porque de una manera progresiva él se irá convirtiendo en un excelente predicador de la Palabra de Dios a aquellos que persiguen a Jesús. Esto nos lleva a darnos cuenta y reflexionar sobre nuestra situación de vida. Nuestras enfermedades físicas y espirituales pueden ser sanadas por el Señor, si lo dejamos actuar. No debemos ver la enfermedad como un castigo, sino como una oportunidad que tenemos para ver la obra milagrosa de Dios. Y también debemos tener en cuenta que, muchas veces sólo se valoran las cosas materiales y espirituales cuando no las tenemos (este ciego de nacimiento, sin duda, valoró muchísimo más que cualquier otra persona la posibilidad de “ver” que Jesús le había entregado).
4.- Abrir los ojos para liberarnos de nuestros prejuicios. La razón por la cual los fariseos atacan a Jesús no es por el milagro en sí. Jesús, para ellos, podría hacer miles de milagros, todos los días, a cualquier hora… pero no el sábado. Estaban tan atados a sus tradiciones, a sus costumbres, sus normas, sus “razones”, que eran incapaces de ver más allá de sus propias narices. Hacen todo lo necesario para condenar a Jesús, no por haber sanado, sino por violar el sábado. Están tan convencidos de que sus costumbres son inamovibles, creen ver con tanta claridad la equivocación, el “pecado” de Jesús, que se niegan a escuchar otras palabras distintas a las de ellos. Están tan encerrados en sí mismos que no ven lo que ocurre afuera. Jesús “la Luz del mundo”, en el v. 41 les dirá: “Si vosotros fuerais ciegos, no tendríais pecado, pero como decís: vemos, vuestro pecado permanece”. Reconocer que uno se equivoca, escuchar la opinión ajena viendo en ella la verdad, dejar de mirar sólo “adentro”, para empezar a mirar también “afuera”, es el modo más valedero para aceptar la propia ceguera y empezar a ver. La tarea de todo buen cristiano será la de dejarle a Jesús sanar su ceguera espiritual, permitirle al Señor echar luz sobre nuestra vida. En la medida en que nos aferremos a nuestras convicciones humanas, a lo ya sabido, y no le dejemos a la “Luz del mundo” iluminarnos, en esa medida seguiremos siendo, como los fariseos, esclavos de nuestra infinitamente pequeña sabiduría, de nuestro yo envuelto en penumbras e infantilmente egocéntrico que no se cansa de mirarse a sí mismo. Este domingo cuarto de cuaresma nos invita a la conversión, a abrir los ojos para sanarnos de los prejuicios, a un cambio de actitud y mentalidad, a ver de verdad la vida tal cual es y no como la hemos opacado. Caminemos como hijos de la luz y demos frutos de bondad, justicia y verdad, como dice el Apóstol

5.- ANIMA A HUIR DEL PECADO
Por Antonio García Moreno
1.- Las apariencias. Samuel es el profeta de Israel, el intermediario entre Dios y su pueblo. Él presenta a Dios las peticiones de los hijos de Jacob y transmite a éstos los deseos de Yahvé. Por mandato del Señor, Samuel designó como rey a Saúl y, por voluntad de Dios, nombró luego al sucesor de ese rey. En este pasaje lo vemos caminar hacia la casa de Jesé, en Belén, donde está el futuro rey. Será uno de los hijos de Jesé.
Van presentándose ante el profeta aquellos hombres fuertes y jóvenes, avezados a la lucha y al trabajo. Cuando se presenta Eliab, Samuel, viéndolo tan alto y aguerrido, piensa para sí que ése es el elegido. Pero el Señor corta sus pensamientos: "No mires su apariencia ni su estatura, pues yo lo he descartado. La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira sólo las apariencias, pero el Señor mira el corazón".
Efectivamente, para Dios no valen nada las apariencias. Lo único realmente valioso es lo que el hombre lleva dentro, lo que piensa, lo que intenta, lo que realmente es. Lo demás no sirve para nada. A lo más valdrá para engañar a los hombres, pero de ninguna manera para engañar a Dios.
Siete muchachos llenos de ilusión y de juventud, de valor y de empuje. Pero ninguno era el elegido. Samuel -dice el texto-, pregunta a Jesé: "¿No quedan ya más muchachos?". Él respondió: "Todavía falta el más pequeño, que está guardando el ganado". Dijo entonces Samuel a Jesé: "Manda que lo traigan... Era rubio, de bellos ojos y hermosa presencia".
Se llamaba David y se dedicaba a guardar el ganado. Un zagal que cantaba y componía versos, un muchacho más a propósito para paje que para rey. Pero Dios se había fijado en él. Y cuando llegue el momento se despertará el fiero guerrero que duerme en sus dulces ojos. Y confiando en el poder de Dios, él, un zagalillo, lanzará con rabia su onda contra el temible Goliat, aquel gigante filisteo que tenía amedrentados a los bravos guerreros de Israel.
Y David, superando las burlas de cuantos le ven, persuadido de la ayuda divina, correrá hacia el gigante presuntuoso y le clavará un redondo guijarro entre ceja y ceja, haciendo rodar por tierra al poderoso enemigo, vencido, muerto... Dios es así. De un pastorcillo olvidado de todos hace el más grande rey de la historia de Israel. Y es que su mirada es diferente de la nuestra, totalmente distinta. Él no se fija en lo que externamente aparece. Dios ve y valora lo que hay dentro del hombre.
2.- Ciegos incurables. Un hombre ciego de nacimiento es el protagonista de hoy. Nunca había contemplado el prodigio de la luz de cada día que, después de la oscuridad de la noche, da forma y color a todo lo que nos rodea. San Juan recordaba aquel hecho y nos lo narró para enseñarnos que, frente a la tenebrosa oscuridad del pecado, está la claridad esplendente que es Cristo, Luz del mundo. Con ello nos anima a huir del pecado, a salir de la noche y venir al día, a romper con el príncipe de las tinieblas y vivir como hijos de la luz, limpios de pecado, encendidos con el fuego que la Iglesia ha puesto en nuestras manos el día de nuestro Bautismo.
En la escena aparecen otros personajes, los fariseos. Ellos no podían creer que Cristo hubiera dado luz a los ojos ciegos del mendigo. Y, sin embargo, la evidencia era manifiesta, ya que aquel hombre era un pordiosero conocido de todos por su ceguera. La contumacia de la Verdad, la insobornable dialéctica de los hechos, se estrella frente a la dureza de sus corazones. Por eso no se dejan convencer por la evidencia, e indagan, preguntan a unos y a otros, acuden a los padres del ciego... Cuando uno se empeña en cerrar los ojos a la luz, ésta no podrá romper el muro de nuestra obstinación y orgullo. Es un fenómeno que se repite hoy también. Algunos de los que dicen no tener fe, en el fondo no son otra cosa que unos pobres soberbios, ciegos incurables que nunca gozarán de la suave claridad de la luz. Sólo el que es humilde y limpio de corazón puede ver a Dios.
Jesús expone la tremenda paradoja que se da entre los hombres. Los que dicen ver están en realidad ciegos, mientras que los que reconocen su ceguera alcanzan a ver la luz. Reconozcamos, por tanto, nuestra condición de pobrecitos ciegos que no acaban de vislumbrar la luz, acerquémonos con humildad a Cristo y roguémosle que nos abra los ojos a la luz, que desgarre el tupido velo que forma nuestro orgullo y nuestra sensualidad, que nos ilumine con su poder y consigamos contemplar gozosos el esplendor de su gloria, la claridad de su amable mirada.

6.- ¿SERÁ QUE NOSOTROS NO VEMOS?
Por Javier Leoz
El cuarto domingo de la Cuaresma incita a la alegría. Cuando Jesús es, además de agua viva, luz en el sendero, todo está abocado al optimismo, al entusiasmo. En definitiva, la proximidad de la Pascua, nos lleva a contemplar la luz que espera detrás del fracaso aparente de la cruz.
1.- Todos los días, y no hay día que transcurra sin uno de ellos, ocurren pequeños milagros a nuestro alrededor. Alguien, con cierta razón, llegó a decir: “no hay motivos para no creer, todo lo que acontece por insignificante que sea, es inspiración divina”.
¿Que cuesta percibir la intervención de Dios, y su presencia, en todo aquello que hacemos, tocamos o somos? Puede ser. ¿Pero, no será que estamos más ciegos de lo que creemos y, que precisamente por eso, porque no vemos con nitidez, nos cuesta agradecer los dones, los regalos, los grandes o pequeños prodigios que Dios obra en nuestra vida, salud, trabajo, etc.?
2.- Estamos tan metidos en oscuridades y en problemas que, sin quererlo, todo ello se convierte en gigantescas cataratas que nos impiden ver, juzgar y actuar con claridad, a la luz de la fe, en los acontecimientos de nuestra existencia.
*El ciego de nacimiento, cuando vio, confesó públicamente lo que sus padres no se atrevían: el poder y la acción de Jesús. ¡Cómo vamos a confesar nosotros, la luz del Señor, si preferimos marchar por túneles que conducen al desencanto, al desenfreno fruto de nuestra ceguera espiritual!
*El ciego de nacimiento fue valiente. No le tembló el pulso a la hora de indicar la fuente de su luz; el causante de la recuperación de su visión: Jesús de Nazaret. Pero claro, el ciego, recuperó la vista. ¿No será que, nosotros, permanecemos en una constante ceguera o miopía espiritual que nos impide confesar la presencia de Jesús, su fuerza, su mano, su Palabra o su importancia en nuestras vidas?
*El ciego de nacimiento fue agradecido. No sabemos si era pobre o rico, alto o bajo, prudente o primario, abierto o cerrado…..lo que si sabemos es que, Jesús, le proporcionó aquello que más necesitaba: la luz. Nosotros, por el contrario, ¿qué pedimos a Dios? ¿Luz para conocer, o fuegos de artificio para disfrutar? ¿Comprender las cosas tal como son o maquillaje para observarlas según nuestro propio interés? ¿Encontrar a Dios en el día a día de nuestra vida o buscar explicaciones en la ciencia para dejarlo en la orilla?
3.- Demos gracias a Dios, por supuesto, porque nuestros ojos contemplan las grandes o pobres maravillas del mundo. Pero, al hilo del evangelio de hoy, recordemos también que “no hay mayor ciego que aquel que no quiere ver”. Y aquí podemos estar nosotros: Cuando nos empeñamos en no sentir a Dios. Cuando vemos una cruz y no reflexionamos sobre la historia tan humana y tan divina que esconden sus dos maderos. Cuando escuchamos la Palabra de Dios y nos deja indiferentes y ciegos en lo nuestro. Cuando nos preguntan sobre nuestra fe y respondemos “eso es cosa de los curas, de la Iglesia, de los catequistas.”
3.- El mundo cuanto más se aleje de Dios, más se acercará a su autodestrucción. Entre otras cosas porque la visión de Dios aporta las fuerzas y energías necesarias para trabajar a favor de la dignidad integral (no interesada) del ser humano. Y, entre otras cosas, porque un mundo autocomplaciente, egocéntrico y con cataratas espirituales lo único que hace es elegir el camino equivocado que le llevará a constantes y graves tropiezos.
Ser ciegos en el conocimiento de Jesús, de Dios, de su Palabra es una afección mucho más grave que ser ciegos para reconocer los colores.
¿Crees en mí? Nos pregunta Jesús en este domingo de la alegría. ¿Qué le contestamos? Empecemos por decirle: ¡Señor que te vea! ¡Y, luego, daré gracias por conocerte, por verte y por curarme de tantas dolencias que afectan a mi pensamiento, corazón, alma o espíritu!
¡Señor, que te vea! ¡Y, luego, dame la fuerza necesaria para defender tu señorío frente aquellos que dicen que, las cosas en la vida, ocurren por casualidad o por simple azar!

7.- LA PELICULA DEL CIEGO DE NACIMIENTO
Por Ángel Gómez Escorial
1- En los fragmentos del evangelio de San Juan que estamos leyendo estos domingos de cuaresma –y tanto el pasado como este—llama la atención primero la completa partición en secuencias del relato, como en el cine. Con la narración de Jesús y la Samaritana nos llegaron muchas cosas, hay mucho diálogo, hay mucha acción. Es, sin duda, auténtico lenguaje cinematográfico, concebido muchos años antes de que se inventara el cine. Pero, ¿y en este episodio que acabamos de estuchar? ¿Qué podemos decir? Sé contemplan varias escenas, varias secuencias: el momento de la curación, los interrogatorios de los fariseos, la intervención de los padres, la respuesta del ciego de nacimiento a los fariseos, su expulsión, el recuentro con Jesús… Es una película completa. Y esta argumentación cinematográfica solo tendría aspecto de forma, sino fuera porque da al relato una impresionante acción que tiene al que escucha pendiente y muy pendiente. Por eso no es tanto cuestión de forma, como de capacidad narrativa y, con la capacidad narrativa del apóstol Juan, aparece toda la acción misericordiosa y salvadora de Jesús de Nazaret. Lo hace hoy en torno a la figura del joven ciego de nacimiento, mendigo al que el Señor le cambio la vida. Eso sirvió para entender y admirar la fuerza de amor y de sanación que surgía de lo más interior de Jesús: de su corazón. La semana pasada, en efecto, le prometía a la Samaritana los manantiales –como si fueran verdaderos torrentes—de agua de eternidad. Ahora es la luz que no cesa. La luz que traspasa el tiempo y el espacio e ilumina un mundo salvado, un mundo redimido, pleno de luminosidad, de paz, de sosiego, de eternidad.
2.- Y si he puesto de manifiesto esa idea de relato cinematográfico no es –tan solo-- un golpe de admiración al Séptimo Arte, que se lo tengo y como yo muchos. Es que ese tempo tan especial nos va a dar muchas claves. Y, la más atractiva –además, por supuesto, que la curación propiamente dicha—es la conversión del ciego. Y puede que para el ciego fuera en definitiva “más rentable” de cara a la vida eterna más la conversión que la curación. Él, al principio, da una referencia vaga, pero objetiva de quien le ha curado. No lo conoce. Y explica, pacientemente, en el primer interrogatorio como fue la curación. Pero luego los fariseos –entre los que hay jueces—quieren que acuse al misterioso personaje que le ha devuelto la vista. Y expresa su primera opinión: “Debe de ser profeta”. A lo que los representantes de la religión oficial responden con ira y sin desear saber más. Nadie que cure en sábado puede ser de Dios. Es más importante el sábado que la bondad, que la felicidad de un ser humano, que la atenuación de su enfermedad o la desaparición de su infortunio. Y ante las presiones de los mismos, se torna valiente y les replica con la mayor ironía posible: “es que queréis haceros discípulos de Él”.
3. Tampoco es desdeñable el desarrollo de esta escena. Os la podéis imaginar. Los fariseos, muchos de ellos jueces y escribas irían vestidos con sus ricos ropajes. El ciego era un mendigo. Su atuendo no sería otro con un conjunto de harapos. Lo rodean y lo acosan. Tuvo que imponerle, al principio al ciego, ese grupo que le intimidaba con sus vestidos representativos de la autoridad y de la ciencia. Llamaría la atención ver a ese grupo de personas principales debatir, probablemente a gritos, con un pobre mendigo. Pero el ciego no se amilana porque ha valorado ya con justeza el don de la vista. Y ha sabido que pasar de las tinieblas a la luz, de no ver a ver, es un salto de tal importancia que sólo alguien muy cercano a Dios –o el propio Dios—pueden hacerlo. Y le extraña, obviamente, que los doctores de la ley, los “expertos en Dios”, no sean capaces de comprender esa maravilla, independientemente de que esté hecha en sábado o cuando sea.
4.- No es fácil glosar el Evangelio de Juan que hemos leído hoy en pocas palabras. Está lleno de simbolismos y enseñanzas. Y así, la primera es como Jesús aclara que la enfermedad no es causa del pecado. Ni fueron los padres del ciego de nacimiento los que pecaron. En el episodio de la curación se va a ver la gloria y el poder de Dios. Pero, al mismo tiempo, Jesús de Nazaret dignifica al enfermo. No es reo de un pecado; no es culpa de él; ni de sus padres. La enfermedad es un deterioro físico inevitable para la condición humana. Los judíos atribuían la enfermedad al pecado. En cierta medida esa posición respecto a la enfermedad se parece a la del sábado. El sábado estaba sacralizado por encima de la pura –y lógica—significación de un día destinado a dar culto al Señor. Dios es el Señor del Sábado, no al revés, claro.
La pura cuestión de la divinización del sábado es la que produce la ex comunión del ex ciego. Le expulsan de la sinagoga que es como borrarle de la lista de los ciudadanos. Era un castigo tremendo pues enviaba a la más pura marginalidad a quien lo sufría. Sólo era comparable a la condena de los leprosos. Pero es Jesús, cuando sabe que han expulsado a ciego cuando quiere verle. El diálogo entre los dos es maravilloso. Ponerlo en imágenes es más que emocionante. Cerrar vosotros por un momento los ojos e imaginarlo. Jesús viene a reconfortar al curado. No parece que tenga que ser solamente cuestión de alegría una curación con aquella. Se desata una turbulencia política de primera magnitud, y el ex ciego no puede disfrutar de su alegría. Es Jesús quien da sentido a su vida, además de curarle. Le comunica alegría. Como a nosotros mismos, un día; cuando Jesús nos sacó del pecado repetido, del “defecto habitual” que diría San Ignacio y nos mostró el Camino, la Verdad y la Vida. Nos dio alegría. Nuestra “curación” ya fue lo de menos.
5.- Vamos ascendiendo hacia la Pascua. Jesús, como al ciego del relato de hoy, no nos va a dejar solos. Debemos implorarle a Él, que nos explique lo que está pasando, lo que nos pasa y lo que nos puede pasar. Muchas veces nosotros también podemos experimentar la alegría de la curación porque, incluso, en nuestros ambientes, hay demasiadas preguntas, demasiadas búsquedas de pureza oficial y estructural, cuando lo que hace falta que tengamos limpio el corazón. El pecado no trae enfermedad. Ni es causa de expulsión o segregación. El pecado tiene de malo que nos separa de Dios, pero la “cuenta” exacta y su remisión es aquella que se hace entre Dios y cada uno de nosotros. Como la conversión del joven ciego de nacimiento al final de este magnifico relato que nos ha brindado el evangelista Juan, hoy. Confiemos en Jesús y como nos mostró Juliana de Norwich, santa inglesa de la Edad Media, el mismo Jesús le había dicho: “No temas, que al final todo saldrá bien”.

LA HOMILÍA MÁS JOVEN

EL CIEGO DE NACIMIENTO
Por Pedrojosé Ynaraja
1.- Muchos de vosotros, mis queridos jóvenes lectores, habréis pasado temporadas durante las que os parecía que todo el mundo os acechaba con malas intenciones. Tal vez entonces, alma cándidas os han dicho que sufríais manías persecutorias, u os lo habéis creído vosotros mismos. No os alarméis, Jesús pasó por situaciones semejantes, especialmente al final de su vida. Os voy a contar algunas. Había acabado el incidente aquel de la mujer encontrada en adulterio, que él no la había condenado, cuando se metió en otro berenjenal, que le ocasionaría nuevos problemas. Semejante situación es la que nos explica el evangelio de hoy.
El inicio de la narración lo sitúa el evangelista a la salida de la explanada del Templo y el otro punto de referencia es la piscina de Siloé. Piscina, en este contexto, significa gran depósito o cisterna, que en este caso se abastecía del celebre manantial del Guijón, mediante un túnel horadado en la roca viva. Esta particularidad la hacía notable y también el hecho de que de ella se sacase el agua en las fiestas de las cabañas, o sukot. El trayecto a pie entre uno y otro punto, no supera los diez minutos, lo he recorrido unas cuantas veces. El estado actual de aquel sumidero es lamentable, parece un charco sucio. Casi nadie lo visita, cosa esta que también tiene sus ventajas, ya que puede uno meditar el prodigio, sin que nada espectacular le distraiga.
2.- El hecho en sí es sencillo de explicar. Acordaos de que se trata del encuentro de Jesús con un ciego de nacimiento. Unas reflexiones al respecto. Le pone saliva y tierra en los ojos y le recomienda que se los lave en la susodicha piscina. Lo que se preguntaban los discípulos entonces es lo que todos, en un momento u otro, nos preguntamos ¿de donde viene el mal que sufre el hombre? ¿Quién es el culpable de sus desgracias? De antiguo se había oído explicar que el pueblo hebreo sufrió los 40 años del desierto como castigo por su infidelidad. Posteriormente se le había dicho que el mal del destierro en Babilonia, le había servido para purificar a la sociedad que se había alejado de los designios de Dios. Un ciego de nacimiento ¿a qué, o a quien, se debe atribuir su desgracia? Lo de que el mal sea un castigo estaba, y está, muy metido en las entrañas de la gente. Pero, en este caso, si el mal comportamiento había sido de sus padres, era una injusticia que él sufriera consecuencias adversas. Tampoco se podía afirmar que aquel hombre fuera el culpable, porque nadie es capaz de pecar antes de haber nacido. Se trata del misterio del mal del inocente, que tanto nos preocupa y que tan bien lo presentó Camus en una de sus novelas.
3.- Digámoslo con la valentía con que lo dijo Jesús. Aquella desgracia en la que había vivido aquel buen hombre, estaba preparando el prodigio del Señor. Y con ello, muchos empezarían a creer en Él. Aquel ciego, (hoy sabemos bastante de males hereditarios, entonces no), se curó y continuó viviendo, probablemente mucho mejor que cuado siendo invidente, pedía limosna. Aquel ciego curado sirvió en aquel momento para que muchos creyeran en Jesús, para que nosotros recordando el milagro, mejoremos nuestra vida, para que se manifestase la cobardía de unos y la estupidez de otros.
Aquel buen hombre había aceptado con simplicidad su desgracia. Había acatado con docilidad que le mojaran los ojos con tierra y saliva, había aceptado ir a lavarse a Siloé. No había puesto ningún pero. Confió en el Señor. No sabemos nada específico de él, ni siquiera su nombre, pero no debemos olvidarle, debemos sentirnos agradecidos a su modestia y aprender de él. Al llegar a la Eternidad la visión del episodio se nos presentará nítida, entenderemos el porqué del percance, todo el bien que se ha derivado a través de los tiempos, gracias a la deficiencia sufrida por él y él y nosotros nos sentiremos agradecidos a Dios.
4.- Fijémonos ahora en los fariseos. No son capaces de ver el gran acontecimiento, la curación de un ciego. Se fijan ellos en una insignificancia: en que se ha realizado en sábado. ¡Como si no fuera el día santo el más apropiado para hacer el bien! Son mezquinos, por ser envidiosos. Los padres son típico ejemplo de gente precavida, prudente, que nada quieren perder. Hombres que les falta valentía. Van a lo seguro y evitan, por encima de todo, el riesgo. Tratan como pueden de huir del conflicto y, además, no son agradecidos. No dan la cara, escurren el bulto. Solo en su cobardía se sienten seguros. Vuelve a entrar en escena el ciego, que se encuentra de nuevo con el Señor. Se comporta con sencillez y agradecimiento. Es consecuente, él que no es un hombre ilustrado, acierta en el gesto. Se había arriesgado a tratar con ironía a aquellos que le estaban juzgando. Prisionero de su ceguera, sospechoso para la autoridad, conserva la libertad interior que los demás no tienen.
5.- Es preciso, mis queridos jóvenes lectores, que ahora os hagáis un sincero examen y os preguntéis cada uno ¿yo a quien o quienes de estos, me parezco? Y también es preciso que observemos como en el actual ancho mundo, tantos inocentes sufren enormes desgracias inexplicables, que no se merecen. No podemos vivir indiferentes o altivos como los fariseos o blindar nuestras miradas a escenas desagradables.

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