19 septiembre 2014

Hoy es 19 de septiembre, viernes de la XXIV semana de Tiempo Ordinario.

Hoy es 19 de septiembre, viernes de la XXIV semana de Tiempo Ordinario.
Un día más me dispongo a realizar la oración. Quiero dedicar este tiempo a estar con él. A escucharle, a dejar que su vida entre en mi vida. Quiero que sus caminos sean mis caminos. Como pedía Pedro Arrupe, quiero que su modo de proceder sea mi modo de proceder.
Antes de leer la lectura, preparo mi mente y mi corazón, no estoy solo. Jesús va conmigo. Le pido que abra mi corazón para escuchar la palabra, su palabra.
La lectura de hoy es del evangelio de Lucas (Lc 8, 1-3):
En aquel tiempo, Jesús iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio del reino de Dios; lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que él había curado de malos espíritus y enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con sus bienes.

Jesús continúa recorriendo ciudades y pueblos y predicando la Buena Nueva de la alegría y de la salvación. Le acompañan los Doce que eligió para que le acompañaran y algunas mujeres. Ellos está con Jesús, escuchando su mensaje, acogiéndolo en su corazón, viviendo su amistad, y viendo cómo actúa. Así se preparan, diríamos, para continuar después la obra del Maestro: anunciar su mensaje y hacer lo que  él hace. Esta misión ha de ser la de sus seguidores en todos los tiempos. También la nuestra en el mundo de hoy. Pero ¿nosotros nos “preparamos” como ellos, escuchando al Maestro, frecuentando su trato, cultivando su amistad en la oración? Si no es así, ¿qué obra realizaremos, la obra de Cristo o la nuestra?; y ¿qué mensaje proclamaremos, el suyo o el nuestro o el de cualquier “maestro”? Señor, sólo quien te escucha y vive contigo, te conoce de verdad y puede hablar en verdad de ti. Que no lo olvide, Señor.
Le acompañan también algunas mujeres. Eran mujeres agradecidas. Ellas habían experimentado su amor liberador de enfermedades y malos espíritus. Ahora le siguen y sirven a Jesús y a los suyos incluso con sus bienes. El discipulado de las mujeres es un hecho sorprendente, porque no era habitual. De hecho, los rabinos no consideraban a las mujeres dignas de recibir las mismas enseñanzas espirituales que los hombres. Sin embargo, Jesús las admite en su compañía y les entrega su mensaje de salvación y de amor como a los varones. De este modo eleva a la mujer al mismo nivel moral y espiritual del varón. Y ellas, Señor, ¡bien que respondieron con gratitud! Ahí están acompañándote, sirviéndote… Y a algunas de ellas las veremos, fieles, al pie de la cruz, junto con tu Madre María. Señor, yo también he recibido muchos favores de ti, también a mí me has curado y librado de muchos “malos espíritus”, y me has perdonado mucho. Que aprenda de estas mujeres a responderte con amor y a seguirte hasta en los momentos más difíciles. Y te ruego, de manera especial, Señor, que en todas las culturas de hoy la mujer sea mirada y valorada como tú la mirabas y valorabas.
Hoy pensemos en los buenos ratos que pasarían con Jesús,  al que tanto querían, los Apóstoles y las mujeres que le acompañaban. ¡Qué diálogos de amor serían los suyos! Ellos le hablarían de sus ilusiones, de sus dudas y problemas y preocupaciones. Y el Señor les animaría, hablándoles del reino de Dios, y del amor del Padre, y de los planes de amor que el Padre tenía, no sólo para ellos, sino  para toda la humidad. Y sentirían que sus corazones se encendían más y más en el amor del Señor y en deseos de entregarse a la causa del Reino del Dios…  Señor, como cristiano, elegido por ti sin mérito ninguno para ser de los tuyos, también yo quiero acompañarte y servirte, y gastar tiempo contigo. Para hablarte de mi amor, de mis ilusiones, de mis problemas, miedos, caídas. Y para escuchar tus palabras de perdón,  de ánimo y consuelo, y de los planes que tienes sobre mí… Señor, sé que tú siempre tienes ganas de escucharme y hablarme. Que las tenga yo también. Tú siempre me esperas; que yo, Señor, vaya, y no te deje esperando.
Vuelvo a leer el texto de hoy. Me detengo en lo que más me halla llamado la atención. ¿Qué me sorprende de Jesús, de su palabra? ¿Qué necesito en mi vida?
Dejo salir los deseos, los sueños, los problemas, las preguntas que tengo en mi interior, le hablo también de mi debilidad. Le pido ser imagen suya. Es mi hermano, que me acompaña, que me llama a seguirle, que me escoje. Como hacía Ignacio de Loyola, termino preguntándome: ¿Qué he hecho por él? ¿Qué hago por él? ¿Qué debo hacer por él?
Tomad, Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, y toda mi voluntad. Todo mi haber y poseer. Vos me lo disteis, a vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta.

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