24 noviembre 2015

La espiritualidad del Adviento

La Iglesia, al inicio del Año litúrgico, se pone en camino; invita a todos a ser peregrinos y a «salir al encuentro del Señor, que viene». Adviento es misterio, oración y espera. La historia de Israel fue un largo Adviento. Nuestro presente es Adviento que mira al futuro. Israel vivió en Adviento permanente; nosotros iniciamos el Adviento que nos conduce al misterio de la Navidad, y ésta nos proyecta en esperanza a la venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos. Nosotros, «mientras aguardamos la gloriosa venida de nuestro Señor Jesucristo», oramos en la Misa.
Adviento recuerda que Israel fue peregrino, y en su historia dejó las huellas de su caminar. Adán y Eva fueron los primeros peregrinos cuando emprendieron el camino de la salida de la tierra paradisíaca para entrar en la tierra amarga de sudores. Israel fue peregrino, y así lo reconocía cuando presentaba su ofrenda al Señor y confesaba su identidad nómada. «Mi padre fue un arameo errante». María y José peregrinaron a Belén por el edicto imperial, y de esta forma volvieron a las raíces proféticas.
La oración del Adviento suplica la salvación y, a la vez, suscita el reconocimiento de la incapacidad del hombre para salvarse por sus propias fuerzas. Adviento nos invita a gritar suplicantes al Señor diciendo: «Ven a visitar tu viña», «Despierta tu poder y ven a salvarnos», «Ven a nuestro mundo, que tu amor nos salve. Ven a redimirnos. ¡Ven, Señor, no tardes!»

¿Cómo vivir mejor el Aviento? Tendríamos que pararnos a reflexionar en este ciclo litúrgico, ya que Adviento no es sólo un tiempo, sino que es una actitud profunda. El auténtico Adviento es el que cultiva y desarrolla la esperanza, es el que enciende todas las lámparas de la espera, es el que abre todos los oídos de la escucha, es el que dispone cuidadosamente el alma para la acogida.
Sin embargo, nuestra realidad, en la mayoría de los casos, dista mucho de ser lo que fue en un principio y lo que en realidad debe ser el Adviento pues, en la sociedad moderna, se ha convertido en un agitado tiempo de compras, con poco o ningún tiempo para la oración; la celebración ha dejado de estar centrada en la encarnación de Cristo, para ser poco a poco sustituida por la figura de Santa Claus, muñecos de nieve, trineos, renos, campanillas, abetos y frío, comidas de empresa, cenas familiares, intercambio de regalos y poco más. Todos los esfuerzos que la Iglesia ha hecho por cristianizar la esta pagana del Adviento y la Navidad no sólo se ven neutralizados, sino que vuelven a ser una esta pagana como en sus orígenes. La sociedad moderna pretende vivir sin Dios y fabrica sus dioses; destierra al Dios verdadero y construye monumentos a sus ídolos; vive en la esclavitud y proclama la libertad. En sus entrañas se encierran las tinieblas, el error y el pecado.
Ante esta situación la Iglesia eleva sus manos al cielo y suplica que descienda el Salvador. «¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!» (Is. 63, 19b), grita el profeta, para que seas reconocido por todos, para que las tinieblas se conviertan en luz, la noche en claridad de día, la soledad en compañía, el pecado en gracia. La Iglesia en Adviento ora suplicante: «Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad la victoria. Tierra, ábrete tierra y engendra al Salvador» (Is. 45, 8).
No obstante, no tenemos que desmoralizarnos ante la situación actual. Hagamos un nuevo esfuerzo por evangelizar de nuevo el Adviento, presentándolo como un tiempo nuevo e intenso para profundizar en el misterio de nuestra salvación. Es un tiempo propicio para la oración, de manera particular la oración en familia, recordando que precisamente Jesús quiso nacer en una familia como la nuestra. Pero es también un tiempo de crecer en la caridad, en la solidaridad y en el compartir, al recordar que Jesús, siendo Dios, no retuvo para sí la gloria que merecía como Dios, sino que se hizo como uno de nosotros (ver Flp 2), y que, como dice san Agustín, se hizo pobre para que nosotros nos hiciéramos ricos, compartiendo con nosotros todo lo que tenía, incluso su Madre, la Virgen.
La oración del Adviento nos invita a permanecer siempre en vigilancia, teniendo en las manos las lámparas encendidas y en la cintura las alcuzas de aceite para alumbrar el camino. Las oraciones del Adviento nos encaminan a la Navidad y al encuentro amistoso con el Padre. Allí no podemos llegar con las manos vacías y viviendo en la super cialidad de la vida como las cinco vírgenes necias, sino en profundidad y con las manos llenas de esperanza y de buenas obras. Mientras aguardamos la venida del Señor oramos con el himno:
«Mira que estamos alerta,
Esposo, por si vinieres,

y está el corazón velando,
mientras los ojos se duermen.
Danos un puesto a tu mesa,
Amor que a la noche vienes,
antes que la noche acabe
y que la puerta se cierre»
Antonio Alcalde Fernández

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