23 enero 2016

Domingo 24 Enero. Homilía III Domingo de Tiempo Ordinario

En todos los órdenes de la vida, el primer discurso de un personaje tiene un valor muy especial: es programático: presenta las líneas fundamentales de lo que será su acción.
Por eso San Lucas, si bien refiere en forma vaga que Jesús ya predicaba, se detiene en esta predicación de Jesús en la sinagoga de Nazareth, que de alguna manera inaugura su ministerio público.
El Evangelio nos narra detalladamente los pasos de Jesús: “entró en la sinagoga… se puso de pie… fue a hacer la lectura… el ayudante le entregó el libro de Isaías, Jesús lo abrió y buscó el texto…”
Para los judíos, el día de culto (que para nosotros es el domingo), era el sábado por la mañana; y la acción litúrgica que celebraban tenía muchas semejanzas con nuestras celebraciones de la Palabra: salmos, oraciones, lecturas, predicación, bendiciones.
También como sucede entre nosotros, para hacer la lectura se invitaba a cualquier persona capaz.
Por eso el Evangelio nos cuenta que Jesús ha asistido, según su costumbre, al oficio del día sábado, y lo han invitado a hacer la lectura y a predicar…
En el texto del profeta Isaías que lee Jesús, nos encontramos con una persona que se presenta y describe la misión para la que Dios la ha elegido y enviado. Esa misión, es la de consolar al pueblo que está en el destierro, anunciándole la liberación.
Los ciegos y los pobres que aparecen aquí mencionados, son como una representación de los oprimidos y los cautivos.

Y esta liberación que se anuncia no es un acontecimiento que se deba a vaivenes políticos, sino a un designio providente de Dios, que ha ungido a este enviado suyo, ha derramado sobre él con abundancia el Espíritu Santo, y lo ha empapado como el aceite perfumado que se derrama sobre los sacerdotes y los reyes el día de su consagración. Por eso este enviado habla de parte de Dios, anunciando “un año de gracia”, es decir, un tiempo en que se perdonan todas las deudas.
Así, el Espíritu Santo, hablando por medio del profeta Isaías, anuncia que el fin del destierro es un gesto de la misericordia de Dios, que perdona todas las faltas de Israel y lo libera de la cautividad que estaba padeciendo como castigo por todas sus apostasías e infidelidades.
Cuando Jesús hizo esta lectura en la sinagoga de Nazareth, el texto en su sentido literal se refería a un hecho de la historia de Israel, ya pasada. Pero Jesús, en su “homilía”, en su interpretación, lo traslada a la situación actual de los oyentes: es decir, hace ver que la situación de opresión, de falta de libertad que vivía el pueblo cuando estaba desterrado, en cierto sentido aún continúa. Porque para ser verdaderamente libre, no basta con estar fuera de una cárcel: se puede estar prisionero casi sin darse cuenta, entre rejas muy diversas: prisionero del dinero, de la moda, del que dirán los demás, del deseo de poder, del desenfreno sexual, del deseo de pasarla bien y nada más, etc… Todos estos modos de ser esclavos necesitan liberación.
La interpretación de Jesús nos lleva a descubrir en el mundo a la gran masa de ciegos y pobres, de cautivos y oprimidos que esperan la llegada del portador de la Palabra de Dios que le anuncie la liberación.
Y el mismo Jesús es ese Profeta ungido por el Espíritu Santo de Dios que puede anunciarles a todos la Buena Noticia de que su condición ya ha cambiado, desde el momento que Él se ha hecho presente.
Hay muchas personas que constituyen este grupo al cual el Evangelio llama “pobres”, y a los cuales hay que anunciarles la Buena Noticia de que a llegado el año de gracia del Señor.
De un modo muy especial, este anuncio va dirigido a los incrédulos y a los grandes pecadores…
Se puede ser pobre de pobreza material; o por ignorancia; o por ser muy pecador; o por estar señalados por la sociedad: la Buena Noticia (eso es lo que significa la palabra Ev-angelio) de la Salvación es para todos ellos.
¿Porqué decimos todas esas cosas hoy?
Porque cuando se proclama el evangelio en la Misa, es el mismo Jesús el que está presente hablando a los creyentes… Nunca debemos escuchar la proclamación del Evangelio como quien escucha relatos de cosas pasadas.

La Palabra de Dios no envejece: está tan fresca (y más!) que cuando se la escribió. Jesús mismo, presente en la Iglesia que se reúne para orar, nos vuelve a leer hoy el texto de Isaías, y también nos dice a nosotros: “Esta profecía se ha cumplido hoy”.
Jesús nos trae hoy la Buena Noticia: la Salvación, el perdón, la transformación de los corazones, un mundo nuevo, en el que los que son moralmente más débiles son recibidos con el amor de Cristo.
Por eso la impresionante emoción del Pueblo de Dios al escuchar la lectura de la Biblia (Iº Lect.); por eso hemos aclamado la Palabra en el Salmo Responsorial; por eso Israel proclama dichosa a María: “por haber creído en lo que fue anunciado de parte del Señor”. 
Y lo mismo queremos hacer nosotros hoy…
Amén.

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