22 septiembre 2017

Homilía para el domingo 24 septiembre de Juan Serna

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Pensaban que recibirían más
El mensaje de la Palabra de este domingo se sitúa en contra de nuestra tendencia natural a compararnos con los demás, ya sea para lamentarnos de nuestra peor situación con respecto a la de otros, ya sea para conformarnos con nuestra posición superior respecto a la desgracia de otros. A veces parece que vivimos más la vida de los demás que la nuestra propia. Esto es al menos lo que se intuye en la reacción de los trabajadores contratados al comienzo del día, cuando ven recibir su paga a los últimos contratados: pensaban que recibirían más. Pero lo que regula las relaciones laborales no sirve para de nir la lógica de la relación con Dios. La situación espiritual de los demás no es el baremo adecuado para determinar la nuestra. Hay que captar la verdad del poema de León Felipe: «Nadie fue ayer, ni va hoy, ni irá mañana hacia Dios por este mismo camino que yo voy…».

El primer mensaje de la parábola no consiste, por tanto, en valorar el modo de actuar de Dios, que sabe bien lo que tiene que hacer, sino en fijarse en la reacción de quienes no han sabido agradecer el haber sido contratados: «¿no nos ajustamos en un denario?, ¿vas a tener tú envidia, porque yo soy bueno?». De este modo, la parábola nos provoca a reconocer nuestra verdad ante Dios y a discernir cuál es la viña que nos reserva a cada uno de nosotros, ese pedazo de tierra que si no trabajamos nosotros se quedará sin labrar.
Esta disposición fundamental de nuestra vida ante Dios nos marca con la disponibilidad, la humildad y la entrega que pide la fe, y determina al mismo tiempo nuestra actitud general ante la vida. 
Las actitudes fundamentales de nuestro corazón quedan moldeadas de manera decisiva por la fe, de manera que orientan nuestra posición ante la vida y nuestras reacciones ante sus problemas. Por eso nos resulta hoy más difícil entender esta parábola, porque otras actitudes diferentes han arraigado en nuestro corazón. Nos hemos acostumbrado a valorar las cosas en virtud de lo que pagamos por ellas, y así nos hemos hecho insensibles para apreciar  los pequeños esfuerzos que hacen los demás. Reclamamos enseguida los derechos que nos asisten sobre las cosas, olvidándonos de la responsabilidad y del esfuerzo que estos derechos implican en nuestro compromiso. Poner como criterio la rentabilidad y tener en el corazón una lista de reclamaciones impide adoptar una decidida voluntad de ocupar nuestro lugar en la transformación del mundo. A veces parece que queremos la recompensa antes del esfuerzo, o que la meta se nos debe sin recorrer el camino.
Además, en segundo lugar, esta parábola nos pide una reflexión sobre el misterio de la gracia de Dios. Porque todo lo que recibimos de Dios, desde el don de la vida hasta nuestras cualidades personales, el Señor nos lo concede gratuitamente, es decir, sin ningún mérito por nuestra parte. La acción de Dios, sin embargo, no anula la necesidad de la acción humana; es verdad que los criterios de rentabilidad que impone nuestra sociedad no sirven para comprender nuestra relación con Dios, pero eso no justifica la inacción, el mínimo esfuerzo, el buscar ser contratados sólo a la última hora porque al nal todos reciben la misma paga.
La ayuda de Dios no anula la tarea del hombre. Tendemos a pensar que cuanto más actúa Dios, menos tenemos que actuar nosotros; pero ocurre exactamente al contrario: la mayor acción humana supone una mayor acción de Dios. De manera que la gratuidad moviliza, mientras que medir estrictamente nuestras fuerzas nos paraliza. En nuestro trato con los demás, en nuestras tareas dentro de la Iglesia, en la puesta en práctica de los compromisos de nuestra fe, etc., no podemos andar midiendo nuestro esfuerzo, sino mostrar generosidad y desprendimiento. Sólo un mayor compromiso es señal de una mayor cercanía de la gracia de Dios que nos elige y nos fortalece.
Juan Serna Cruz

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